lunes, 3 de mayo de 2010

escribir los tropezones. dos años

En una ocasión en que había terminado de rezar… eso decía en ese libro. Ahora imaginaría lo que pasaba en ese lugar, en ese lugar en que después de rezar, de unos intensos momentos de rezo, las cosas a su alrededor surgían como nunca las había visto. Distanciamiento en primer grado. Yo, quien hablo sobre ella, quizá sea el segundo grado. Después de salir de ese estado de suma concentración en su oración, sentía como si hubiera vuelto de otro mundo para insertarse en uno que le era ajeno. Ella, Concha, estaba rezando y de pronto, cuando volvió de su oración, el mundo, su celda del convento ya no era el mismo. Como si el alma de las cosas pareciera desgajarse de las mismas, como si esa taza de té que había tomado hacia algunas horas no fuera una taza de té, no sirviera para lo que era, como si no estuviera en su lugar, como si no conociera la función que cumple esa taza. Dudó. ¿La tomó realmente hacia unas horas? ¿Desde cuándo había estado ella, Concha, fuera del mundo? (Su propio nombre sonaba raro, su nombre, decir mentalmente su nombre, incluso eso sonaba raro en su propia mente.) Como si esa celda de convento, pulcramente ordenada, fuera otro lugar, como si no fuera lo que se supone que era. Venía de un arrobamiento que no sabía si llamar felicidad, que de pronto no sabía ni cómo explicar, y venía a dar a un mundo que le dolía, sus esquinas le dolían, las esquinas demasiado perfectas del trazo del convento, las esquinas perfectas, blancas de la austeridad de la celda. Y las sábanas, las sábanas demasiado almidonadas, cuidadosamente almidonadas de la cama, sobre la que se había sentado después de estar de rodillas, no podían parecerle sino más ásperas que nunca. Y eso que su rigidez nunca le molestó, y eso que esos sacrificios, esa vida tan sencilla ella estaba desde siempre tan dispuesta a llevar. Nunca le había importado, nunca le había molestado demasiado la perspectiva de una vida sencilla. Sólo que ahora estaba en una disposición de ánimo en que todo le molestaría. En este momento, todo le dolería. Hasta el sonido, los cantos de los pájaros en las jaulas de los pasillos del patio colonial del edificio. ¿Hasta los sonidos del coro? ¿Los cantos del ángelus? Todo, todo sonaba, se sentía, era demasiado material. Era en esos momentos en que sentía que ella simplemente no era de este mundo, era en esos momentos en que ella creía que más allá de sus convicciones religiosas (incluso en este momento después del arrobamiento), ella era un ser que no pertenecía a ninguna parte. ¿Entonces a dónde? ¿Por qué estaba aquí si era ser-de-ninguna-parte? Se miraba desde fuera. Tocaba las cosas: las sábanas de la cama, el rosario de madera que sobre su pecho descansaba. Miraba alrededor: el Cristo sobre su cama, las paredes encaladas, la jofaina de peltre azul sobre la tosca mesa de noche, de madera tosca. Ahora miraba las cortinas que daban a la calle que a esas horas estaban teñida tímidamente de rojo… ¿era el amanecer o la mañana? ¿Era el tiempo invertido? Era como esas veces en que uno se despierta de esas siestas en que se duerme profundamente pero el sueño no es reparador… esas veces en que se despierta de un sueño horrible, tremendamente incómodo, a una tarde incierta, en una calle incierta, en lugar mediocre, nunca bello, tampoco feo (como después de un viaje obligado). O como esas veces en que en las pestañas hay aún jirones de una bella entrevisión, y de pronto se ve el mundo y el mundo es feo: es el regreso al infierno de lo cotidiano. Y su cotidianidad era esa: el viejo convento demasiado húmedo, una solitaria mesa de noche, una jofaina sobre ella, un cristo tosco de madera oscura, Cristo demasiado trivial (¿era realmente dios esa imagen del ser que la había dejado entrever algo bello y que ahora la abandonaba a la realidad de siempre?)… eran las paredes blancas, un cuadro de la virgen de dolores, la virgen adolorida.
Hablaba de que las cosas la herían, hablaba de sentirse ajena al mundo sensible, pero hablaba con el lenguaje de los sentidos. ¿Es que había otro lenguaje? ¿Podíamos acceder a otro lenguaje que no fuera el de los sentidos para hablar del ser, aunque no se hablara de este mundo? ¿El alma tenía un lenguaje?

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